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Eurovegas en Euskadi

Iñigo Herce

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Imaginemos. Un inversor se planta en Euskadi con un proyecto debajo del brazo. El tipo en cuestión es americano --en el sentido tradicional del término americano: un tío forrado y con una apariencia estrambótica--. Dice que va a construir algo parecido a Las Vegas en Alava. En la Llanada, para ser más exactos. Quiere aprovechar el tirón del Guggenheim de Bilbao, las posibilidades de financiación ad hoc que ofrece el Concierto Económico, la cercanía de Marques de Riscal de Gehry, la pléyade estelar de los Michelín guipuzcoanos y todo lo que se les ocurra. Las cifras marean: 6.000 millones de euros de inversión, 15.000 puestos de trabajo --Alava tiene diez mil parados--, amén de una tributación anual a las arcas forales que cegaría al más templado. Tiene hasta nombre para la ocurrencia: se llamará Eurovegas como nombre comercial para atraer a los visitantes de Varsovia, Moscú, Amsterdam o Londres, aunque para los autóctonos podría denominarse Euskovegas. Y ya, puestos a renombrar, en España podría venderse como Casino Las Vegas, un nombre con resonancias más castizas. "No problem" para customizar la marca.

El millonario yanki sólo pide arreglar algunos detalles: las leyes laborales son muy estrictas, y quizá podrían adecuarse algo a las necesidades de flexibilidad que requiere esta idea. Tampoco es cuestión de pagar los altos precios de los convenios locales, y habría que permitir la llegada de mano de obra extranjera, inmigrante, para ser más exactos. Tampoco ayudan mucho otras normas legales vigentes, como la Ley de Juego y Espectáculos, la normativa medioambiental, la Ley de Igualdad, la de Accesibilidad y hasta la Ley Antitabaco. Son demasiado exigentes y dificultarían el proyecto. Una exención pactada podrían decantar la decisión. OK, los letreros serían bilingües: euskara e inglés.

Sigamos imaginando. ¿Qué harían nuestras instituciones y gobernantes ante tal caramelo? Probablemente, habría dos posturas: la de quienes intentarían no ofender al americano en cuestión, intentando ponerle alfombra roja --sin que se notara mucho, eso sí-- aunque dejando claro que ninguna ley se tocará para dar satisfacción al Midas transoceánico. O sea, quienes estén gobernando hoy en sus respectivas instituciones podrían ser los que encarnaran esta postura. Y la de aquellos que rechazarían de plano el proyecto por considerarlo una locura propia del país que parió Hollywood y Disneyworld, pero ajena a nuestro way of life y way of thinking. Esta postura se encontraría más fácil entre aquellos que no tienen responsabilidades ni prevén tenerlas. Habría que añadir al cuadro al menos un par de plataformas --una de corte ecologista y otra con un perfil político más de aquí, de las de toda la vida-- que hablarían del destrozo medioambiental, social, cultural e identitario que conllevaría el citado tinglado. Sin olvidar a algún banquero sin pelos en la lengua que calificaría de "casa de putas" el invento, si bien no se opondría del todo si finalmente el americano decide quedarse aquí y alguien tiene que hacerse cargo de los dineros.

En la particular pugna que mantiene Madrid y Cataluña por hacerse con Eurovegas, eso es más o menos lo que sucede: sus respectivos presidentes --Aguirre y Más-- se mojan abiertamente por el proyecto, sabedores de que, hoy por hoy, una lluvia de millones, empleo, actividad económica y tributos tal es difícilmente igualable. Los partidos de la oposición, más libres de las ataduras y responsabilidades del poder, se muestran escépticos, por no decir abiertamente opuestos. También hay en ambos casos, cómo no, plataformas ciudadanas que se muestran escandalizadas ante una eventual llegada del monstruo que todo lo puede devorar. Quizá alguien desde alguna reputada tribuna en un no menos reputado diario recordará pronto los muy recientes casos de inversiones multimillonarias en proyectos faraónicos que han sido auténticos fiascos pero que en su discurrir han dejado un reguero de corrupción personal y política aún sin depurar, y que despiertan muchas dudas, recelos y sospechas de que un proyecto así no vaya a tener su parte alícuota de cazo.

No sé si han tenido la oportunidad de conocer el original. El verdadero Las Vegas, quiero decir. Yo sí. Es una ciudad inventada en mitad del desierto, donde el neón no disimula la sensación de que todo lo que estás viendo es falso, de cartón piedra. Donde miles de personas procedentes de todo el país deambulan con mirada perdida por los gigantescos hoteles-casino, en un ambiente de aire acondicionado gélido, con sus pilas de fichas de juego dentro de cubetas XL, y en los que a cada instante hay alguna nueva sensación que consigue seguir manteniendo la apariencia de que el show continúa, de que la vida es un juego que no se detiene, de que también a tí te puede pasar lo que le ocurrió a Joe de Oklahoma hace años, y, ¿por qué no?, llevarte el premio gordo. Por jugar, puedes seguir jugando hasta en la barra del bar, en la que hay incrustada una tragaperras que puedes seguir alimentando mientras bebes tu cerveza o comes tu hot dog; o hasta en la cama de la habitación, desde la que puedes jugar unos cartones de bingo con los números que van apareciendo en el canal de la tele. Y, aparte de jugar, ¿qué? Pues también se puede disfrutar del sexo en cualquiera de sus versiones o comer mucho y muy barato. Todo muy nihilista, pero tremendamente atractivo.

Volvamos ahora al ejercicio que les planteaba al comienzo. Si Sheldon Adelson hubiera puesto su ojito en Euskadi: ¿qué haríamos? ¿Usted qué haría?

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