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Jesús Torquemada
La facilidad con la que los asesinos consiguen armas potentes es asombrosa. Tanto en Dayton como en El Paso, los atacantes mataron a decenas de personas en unos pocos minutos.
Estados Unidos tiene un problema de salud pública. Sufre una epidemia que causa más de treinta mil muertos al año; casi cien al día. Más que las víctimas por accidentes de tráfico o que las que causan muchas enfermedades. Esa epidemia se llama armas de fuego. La facilidad con la que los asesinos consiguen armas potentes es asombrosa. Tanto en Dayton como en El Paso, los atacantes mataron a decenas de personas en unos pocos minutos, y podrían haber matado a muchas más.
Da igual la motivación que tengan. Da igual que estén locos, que sean bobos, que sean racistas. Lo que importa es que, con un cuchillo, no podrían matar a tanta gente como la que pueden matar con un fusil automático. Y, sin embargo, la sociedad estadounidense no reacciona. El presidente Trump está claramente a favor de la posesión de todo tipo de armas; el Congreso es incapaz de sacar adelante una legislación restrictiva.
De todas formas, no se puede pasar por alto la motivación racista del ataque de El Paso. El autor de la matanza dejó claro que quería matar mexicanos, y cuantos más, mejor. Este tipo de ataques racistas está en aumento. Trump ha insultado sistemáticamente a los mexicanos, al tiempo que defiende la posesión de armas. No es extraño, por tanto, que algunos de sus votantes decidan pasar a la acción.
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